miércoles, 21 de noviembre de 2012

La carta


La mayor parte de nuestra vida queda en el tintero por culpa de nuestra propia cobardía. Muchas cosas son difíciles de decir y el miedo al fracaso es grande, cruel y nuestro peor enemigo.



  Hace ya más de dos meses que la carta fue olvidada dentro de un cuaderno azul, bajo cuatro lápices de colores, una postal de las navidades pasadas y un caramelo de anís, en el último cajón del escritorio.

   Del papel doblado en cuatro partes se desprendían reflejos azules al contacto con la luz que atravesaba la ventana. Sobre la superficie del escritorio, se desdoblaba a cada minuto un poco más, y con el paso de los días, el mar azul había crecido hasta inundar toda la habitación. Los cuatro costados de la estancia estaban ahora unidos en cyan.
 Nada salía y nada entraba. La puerta permitía el paso a duras penas de sonidos del exterior que se colaban como hilos serpenteantes por el suelo, pero posteriormente huían hacia el exterior, sin querer saber nada de lo que allí sucedió.

   Demasiadas cosas que atravesaban, arañaban, taladraban, amartillaban, rasgaban, apretaban, cortaban, ahogaban, mordían y maltrataban la mente quedaron entonces selladas en tinta sobre la blanca celulosa, como nieve que revela las pisadas de un caminante perdido.

   De las palabras que abarrotaban la carta no vale la pena rescatar ni una sola. Nunca nadie ha podido caminar por tiempos pasados, sino soñar con desandar los pasos ya dados.
Un nombre en lapislázuli llamaba cruel desde la portada de un sobre, escondido en el mismo cajón. Castigado a contemplar la madera del mueble permanecía allí todavía por pura clemencia.

   La carta debería descansar ya en el fuego y el olvido. Durante unas horas fue vacío en el que gritar, hermana a la que confesar y transporte sobre el que descansaba una carga más pesada que el alma.
Pero la carta no fue quemada. Ni el sobre tampoco. Dentro de un cuaderno azul y bajo lápices de colores, postales de navidad y un caramelo de anís, en el último cajón del escritorio, sigue lanzando su llamada fuerte, que nunca calla, como un faro en las tinieblas arrojando su luz más azul que el cielo mismo.

La lluvia que cae


A veces no queremos escapar, la conformidad y situación en la que nos atrapamos nos crea ceguera y preferimos permanecer en eterna espera que atravesar la puerta y salir huyendo. No huyendo de los problemas, sino huyendo de la conformidad y afrontando la realidad con la mejilla preparada para el golpe.



Clavaste tu figura en el suelo.
A modo de castigo, como severas y férreas manos, las gotas de lluvia te caen sobre los hombros sumiéndote a un profundo estado comatoso de ensoñación e inspiración (o eso crees, iluso) pero, a la vez, despiertas dolorosamente de la ignorancia. ¿Cómo es posible que hayas estado tan ciego? Abre los ojos y mira.

   Plantado en medio de la lluvia, confuso y alocado, te das cuenta de que estás aguantando para nada. Cascadas en briznas de pelo, zapatos mojados y calcetines empapados aprietan congelados la piel a causa de la velocidad, mientras persigues cegado por la cortina de agua y la penumbra. Pero mientras, como en un nublado espejo sobre tu cabeza, ves tus pies permanecer sellados en el mismo lugar en que empezaste. No eres persona de perseguir a la carrera, mejor para y espera.
¿Pero, por qué corres? Hace diez segundos el mundo era Cosmos, ahora todo indica que buceas en el Caos. Decenas de luces, bocinas y bofetadas de agua salpican a tu alrededor mientras la mirada permanece estúpidamente hipnotizada por una discontinua línea blanca que serpentea bajo tus pies, estás en una carretera. Una bomba en el interior del pecho se hincha y deshincha cada vez más rápido obligándote a aumentar peligrosamente la velocidad más y más. Como agujas castigan el interior de todo tu mundo y te obligas a evitar pensar en la razón de tu carrera. ¿Huyes o persigues?
 El tiempo se te agota y todavía no has hecho nada para remediarlo, las costuras se ciñen y los tejidos aprietan sin poder aguantar la presión. Tu propio corazón se llena de ferviente lava roja y lo sientes explotar arrasando costillas, músculos y piel a su paso. Pero despiertas con los ojos aún cerrados sellados por los párpados a presión. Tan solo una mera rendija te deja ver el asfalto comiéndole terreno progresivamente a tus pies anclados en el suelo. Una gran ola congelada acoge tu cuerpo llevándoselo y meciéndolo en un interminable sueño de navíos hundidos y peces eléctricos. Cuando dormimos, la oscuridad reza que todo lo que necesitamos, la encontramos en ella.

   Despiertas. Las piernas siguen a la carrera. Entonces te das cuenta de por qué estás corriendo, huyes, pero eso ahora ya no importa. No te atrevas si quiera a pararte, no ahora.

   ¿Por qué no podemos ser como los árboles de hoja caduca, cambiantes con cada estación del año? ¿Por qué no puedo ser la lluvia que cala tu débil y desnuda madera?

   Sigue corriendo. Yo te encontraré siempre en tus sueños para que vuelvas a imaginar mundos ahogados por mareas y diluvios. Porque seré la oscura nada que origina el Cosmos y el Caos, y porque seré la lluvia que golpea fría contra tus hombros para recordártelo.