domingo, 23 de diciembre de 2012

El mundo apagado (parte 2)


Mis padres han accedido por fin a que mi abuela traiga a casa una amiga suya. Agarrándome frágilmente de los hombres, mi padre me sienta al lado de la señora que advierto como olor a velas quemadas. Ella pone su mano sobre la mía, al tiempo que noto la de mi madre sobre mi otra mano. Pero noto más manos que no me tocan, se tocan entre sí, se unen, se sellan. Hasta yo puedo sentir la tensión del círculo, como cuando el viento choca contra un conjunto de edificios sin poder escapar.
Lo siento, puedo hablar. Por fin, después de tanto tiempo en silencio puedo hablar.
“Mama, papa, abu, quiero que sepáis que os quiero.” Esa no es mi voz. Es mi voz dentro de otra voz. Suena a mí, pero no es el mismo tono. “Os quiero mucho, mucho, mucho” Temía no poder volver a hablar con ellos. “Gracias por ser mi familia.” Mi madre empieza a llorar otra vez. “Se que sabéis que no estoy muerta”. Es la anciana. La anciana que me coge de la mano aún más fuerte es la que esta hablando. Ella soy yo. Desde sus ojos puedo ver con claridad a mi madre mirarme con los ojos empantanados, a mi padre muy atento y a mi abuela también sollozando. “Estoy muy viva. Quiero que sepáis que en realidad estoy dormida”.


Muchos sucesos pueden pasar por nuestro lado como un tren en sentido contrario y no darnos cuenta. Nuestra vista ve, nuestra mente olvida y nuestro subconsciente va guardando cositas en cajones. Daríamos lo que fuese por poder extraer lo que quisiéramos de esos cajones en el momento en que lo necesitásemos. ¿Y si yo os dijera que tengo acceso directo a todos esos archivos, aquí en mi mundo? Está a oscuras, pero no da miedo. El único problema que tengo es no poder expresarlo.
Cuando soñamos, nuestro ‘yo dormido’ corretea como un duende por todos los cajones del subconsciente y al despertar no recordamos que desorden puede haber generado ahí dentro.
Ahora tengo toda la vida para ordenar mis muebles interiores.

El tiempo aquí es infinito, justo como uno se imagina. Llevo mucho tiempo revisando archivos, y contemplándolos con nostalgia. Muchos de estos recuerdos son como joyas de un tesoro, brillan mucho más aquí que en el momento en que fueron vividos.

Ya casi no recuerdo a mi familia, no tengo muchas ganas de volver a contactar con el mundo exterior. Mis episodios de sonambulismo acabaron hace mucho tiempo y no se porque, pero no me preocupa. Ni siquiera se si estoy tumbada en mi cama y hace tiempo que dejé de percibir señales del mundo exterior.

Sé que no estoy muerta, sé que sigo dormida.

El mundo apagado (parte 1)

Trabajo poco satisfactorio para un taller de escritura.



Desde hacía un buen rato notaba un fuerte ruido y un destello que me dañaba la vista, pero pasó un buen rato hasta que pude darme cuenta que notaba los sucesos del exterior incluso estando dormida.

Todos hemos experimentado esa sensación en la que no sabemos si lo que vemos lo estamos soñando o solo es el llamado estado de “duermevela”. Cuando mi abuela me intentaba explicar que era aquello, jamás lo entendí. Siempre había sido una persona de sueño profundo, muy profundo y muchos me envidiaban por ello. Si, podía acostarme por la noche y aparcar por completo las preocupaciones del día, vaciar la mente y mecerme hacia la inconsciencia con facilidad y sin interrupciones. Durante mis horas de sueño nada me perturbaba, ni ruidos, ni el demasiado frío o el calor agobiante, ni pesadillas ni sueños. No soñaba nada, de hecho. Así que se podría decir que nunca experimenté el “duermevela” o estar medio dormido, o permanecer con un ojo abierto, como quisieran llamarlo.

Mi familia, y en especial mi abuela, siempre había tenido la certeza de que algo malo me iba a suceder. El mayor temor de mi madre era que una catástrofe del estilo de un incendio, una inundación, ladrones o incluso un derrumbamiento me sorprendiera en mitad de la noche y acabase conmigo sin siquiera darme cuenta. Yo le contestaba, para sacarla de quicio, que no había mejor manera de morir que hacerlo mientras duermes.

“¿Qué es esto? ¿Estoy soñando?” Tras unos segundos intenté girarme para esquivar la luz, o quizás mi cuerpo intentó moverse. Notaba las extremidades entumecidas y la cabeza pesada, “¿Gripe, fiebre otra vez?” pensé. Intenté enfocar,  aun no se de que manera y conseguí distinguir la forma cuadrada de la luz. “¡La ventana!”  Pero sentía que no era la vista lo que usaba, o al menos no de la manera normal. El recuadro de luz tenía un tono sepia, pero supe que era mi ventana porque reconocí la forma. Minutos más tarde me encontraba llamando a la movilidad de mis extremidades, muy lentamente. Las piernas y los pies respondieron más tarde y más pesadamente que los brazos o las manos. El hormigueo permanecía aun como un eco en la punta de los dedos de las manos con los que intentaba agarrarme y empujar contra la superficie de la cama, pero notaba que no tenía la fuerza de siempre, costó arrancarme del colchón. Bajo mi espalda las sábanas se deslizaban, al fin, hacia arriba hasta que el frío ladrillo del suelo de mi habitación rozó el talón del pie derecho. Lo que sucedió después no lo recuerdo, ni como conseguí levantarme, ni tampoco cómo conseguí caerme, pues lo siguiente que recuerdo son mis manos intentando palpar la zona de la frente en la que ya notaba descender despavorida una gota de sangre caliente y llena de escozor. Siguiendo su recorrido llegué a la respuesta que andaba buscando durante…cualquiera que fuese el tiempo llevaba en aquel estado. Las yemas de los dedos palparon y palparon. El color sepia se oscurecía por zonas. “No puede ser” No era color sepia, era color piel, claro, la piel de mis parpados. Tenía los ojos cerrados. Se podría decir que intenté abrírmelos, pero no era mucha la fuerza que podía ejercer. “¿Por qué?” Quizás intenté gritar, o quizás intenté llamar a mi madre con la mente, era difícil distinguir.

Meses después de mi despertar, ninguno hemos conseguido dar respuesta a la situación en la que nos encontramos mi familia y yo. Quisiera obviar el encuentro con mis seres queridos aquél día por ahorrar drama y detalles que ni estoy segura de recordar, sólo puedo decir que nunca se acostumbrarán a algo así. Lo que si he de agradecerles es el secretismo que han conseguido mantener. Ni médicos, ni expertos, ni nada. El precio que han tenido que pagar ha sido alto.
Ellos mismos intentaron abrirme los ojos, hacerme hablar, llamar mi atención de todas las maneras, provocarme sonidos pellizcándome. Incluso llegaron a abofetearme. No consiguieron mayor respuesta de mí que unos cuantos simples gestos con el cuerpo que aprendí a mover como si fuese una marioneta.

Tras el paso de las semanas intentan conseguir cierta normalidad sin cesar de vigilarme. Me dejan sola en mi habitación mientras paso las horas tumbada sobre la cama. A veces mi padre enciende su radio y la deja junto a la puerta de mi habitación, para que no me sienta sola cuando abandonan la casa. No se como explicar que siento la presencia de mi madre junto a mi cama o en la puerta, observándome, sollozando. A veces trae consigo un plato de galletas que ha de llevarse días después sin que lo haya tocado. Noto el olor de las galletas, y noto el olor del pollo asado, panceta, pimientos rellenos, fruta, café…llamando desde la cocina. Debo de haber comido en este tiempo, si no, habría muerto. Noto la voz monótona y ronca en los rezos de mi abuela a los pies de mi cama. Noto, como la primera vez, la luz del día que entra por mi ventana.

Para mi familia, ahora soy como un fantasma. No hablo, no abro los ojos, no expreso nada, casi ni existo. Paseo por la casa, me siento en el sofá, me paro en medio de la cocina. Es muy difícil explicar qué siento. Mis acciones se basan en sensaciones adquiridas de lo que ocurre en el mundo real, pero que yo percibo de una manera diferente. Por eso no puedo estar segura de si lo que recuerdo ha sucedido de verdad o sólo es un sueño. 

miércoles, 21 de noviembre de 2012

La carta


La mayor parte de nuestra vida queda en el tintero por culpa de nuestra propia cobardía. Muchas cosas son difíciles de decir y el miedo al fracaso es grande, cruel y nuestro peor enemigo.



  Hace ya más de dos meses que la carta fue olvidada dentro de un cuaderno azul, bajo cuatro lápices de colores, una postal de las navidades pasadas y un caramelo de anís, en el último cajón del escritorio.

   Del papel doblado en cuatro partes se desprendían reflejos azules al contacto con la luz que atravesaba la ventana. Sobre la superficie del escritorio, se desdoblaba a cada minuto un poco más, y con el paso de los días, el mar azul había crecido hasta inundar toda la habitación. Los cuatro costados de la estancia estaban ahora unidos en cyan.
 Nada salía y nada entraba. La puerta permitía el paso a duras penas de sonidos del exterior que se colaban como hilos serpenteantes por el suelo, pero posteriormente huían hacia el exterior, sin querer saber nada de lo que allí sucedió.

   Demasiadas cosas que atravesaban, arañaban, taladraban, amartillaban, rasgaban, apretaban, cortaban, ahogaban, mordían y maltrataban la mente quedaron entonces selladas en tinta sobre la blanca celulosa, como nieve que revela las pisadas de un caminante perdido.

   De las palabras que abarrotaban la carta no vale la pena rescatar ni una sola. Nunca nadie ha podido caminar por tiempos pasados, sino soñar con desandar los pasos ya dados.
Un nombre en lapislázuli llamaba cruel desde la portada de un sobre, escondido en el mismo cajón. Castigado a contemplar la madera del mueble permanecía allí todavía por pura clemencia.

   La carta debería descansar ya en el fuego y el olvido. Durante unas horas fue vacío en el que gritar, hermana a la que confesar y transporte sobre el que descansaba una carga más pesada que el alma.
Pero la carta no fue quemada. Ni el sobre tampoco. Dentro de un cuaderno azul y bajo lápices de colores, postales de navidad y un caramelo de anís, en el último cajón del escritorio, sigue lanzando su llamada fuerte, que nunca calla, como un faro en las tinieblas arrojando su luz más azul que el cielo mismo.

La lluvia que cae


A veces no queremos escapar, la conformidad y situación en la que nos atrapamos nos crea ceguera y preferimos permanecer en eterna espera que atravesar la puerta y salir huyendo. No huyendo de los problemas, sino huyendo de la conformidad y afrontando la realidad con la mejilla preparada para el golpe.



Clavaste tu figura en el suelo.
A modo de castigo, como severas y férreas manos, las gotas de lluvia te caen sobre los hombros sumiéndote a un profundo estado comatoso de ensoñación e inspiración (o eso crees, iluso) pero, a la vez, despiertas dolorosamente de la ignorancia. ¿Cómo es posible que hayas estado tan ciego? Abre los ojos y mira.

   Plantado en medio de la lluvia, confuso y alocado, te das cuenta de que estás aguantando para nada. Cascadas en briznas de pelo, zapatos mojados y calcetines empapados aprietan congelados la piel a causa de la velocidad, mientras persigues cegado por la cortina de agua y la penumbra. Pero mientras, como en un nublado espejo sobre tu cabeza, ves tus pies permanecer sellados en el mismo lugar en que empezaste. No eres persona de perseguir a la carrera, mejor para y espera.
¿Pero, por qué corres? Hace diez segundos el mundo era Cosmos, ahora todo indica que buceas en el Caos. Decenas de luces, bocinas y bofetadas de agua salpican a tu alrededor mientras la mirada permanece estúpidamente hipnotizada por una discontinua línea blanca que serpentea bajo tus pies, estás en una carretera. Una bomba en el interior del pecho se hincha y deshincha cada vez más rápido obligándote a aumentar peligrosamente la velocidad más y más. Como agujas castigan el interior de todo tu mundo y te obligas a evitar pensar en la razón de tu carrera. ¿Huyes o persigues?
 El tiempo se te agota y todavía no has hecho nada para remediarlo, las costuras se ciñen y los tejidos aprietan sin poder aguantar la presión. Tu propio corazón se llena de ferviente lava roja y lo sientes explotar arrasando costillas, músculos y piel a su paso. Pero despiertas con los ojos aún cerrados sellados por los párpados a presión. Tan solo una mera rendija te deja ver el asfalto comiéndole terreno progresivamente a tus pies anclados en el suelo. Una gran ola congelada acoge tu cuerpo llevándoselo y meciéndolo en un interminable sueño de navíos hundidos y peces eléctricos. Cuando dormimos, la oscuridad reza que todo lo que necesitamos, la encontramos en ella.

   Despiertas. Las piernas siguen a la carrera. Entonces te das cuenta de por qué estás corriendo, huyes, pero eso ahora ya no importa. No te atrevas si quiera a pararte, no ahora.

   ¿Por qué no podemos ser como los árboles de hoja caduca, cambiantes con cada estación del año? ¿Por qué no puedo ser la lluvia que cala tu débil y desnuda madera?

   Sigue corriendo. Yo te encontraré siempre en tus sueños para que vuelvas a imaginar mundos ahogados por mareas y diluvios. Porque seré la oscura nada que origina el Cosmos y el Caos, y porque seré la lluvia que golpea fría contra tus hombros para recordártelo.